Con los años, los gaiteros nos hemos ido amansando. Actiudes que antes nos parecían no ya imperdonables sino merecedoras del peor de los castigos, con el paso del tiempo hemos ido tolerándolas, y la paternidad no ha hecho sino acrecentar el proceso.
Nos referimos, como es lógico, a todo aquello que tiene relación con las cosas importantes de la vida y que hacen que ésta merezca la pena vivirse.
Antaño por ejemplo, cuando pedíamos un cortado con leche natural, y nos hacían caso omiso en lo que a la temperatura de la leche se refiere y lo único natural era que nos lo sirviesen como al camarero le pareciese en ese momento olvidando también si lo queríamos corto o largo de café, no nos dolían prendas en hacer notar que no era así como lo habíamos solicitado. De forma educada eso sí, por lo menos las primeras cincuenta veces.
Cuando alguien hablaba en un cine como si estuviese en el mercado de la Boqueria, nuestro enfado nos convertía en una especie de primo lejano y loco, muy loco, de Tony Soprano y tras dejar claro nuestro disgusto, conseguíamos que el energúmeno en cuestión dejase de dar la barrila. Por lo menos durante el minuto siguiente. Minuto arriba, minuto abajo.
Nunca entrábamos en ninguna sala cinematográfica si la película escogida ya había empezado, preferíamos verlas en versión original, porque de esa manera fueron concebidas, de la misma manera que nadie traduce una canción y nos ponía frenéticos que en un pase televisivo cortasen la emisión para poner anuncios o que lo que quedase cortado fuesen las cabezas de los protagonistas por no respetar el formato en que fue rodada.
Actualmente nos hemos vuelto menos exigentes y nos conformamos con que la pantalla del cine escogido sea algo más grande que la tele de nuestro comedor, lo cual no es muy difícil, que los que comen palomitas no nos las tiren encima y sobretodo con que la sala en cuestión esté lo suficientemente cerca para poder ir y volver andando a casa.
Y no hace tanto que cuando algún mercachifle no ya interesado sino supuestamente versado en la cosa cinematográfica despotricaba de las películas de género y en especial de las del oeste, tildándolas de americanadas, lamentándose del genocidio indio, o las musicales, burlándose de qué era eso de ponerse a cantar sin ton ni son, siempre lamentábamos no llevar nuestros zapatos de claqué y no poder bailar sobre sus tumbas o sus cabezas, o las dos cosas a la vez.
Todo eso no obstante, ya pasó. Ya no lanzamos espumarajos por la boca cuando oímos según que comentarios. Que alguien prefiere a Meryl Streep en vez de Barbra Stanwyck pues allá ellos. No, es-que-yo-soy-más-de-Nicole-Kidman, que-mira-como-se-arriesga-en-sus-películas-pero-muy-bien-no-se-quien-es-Carole-Lombard, pues tú mismo con tu metabolismo. Los gaiteros hemos madurado y ya no nos afectan como antes según que cosas.
Pero por mucho tiempo que pase y por muchos hijos que tengamos, lo que nos sigue sacando de quicio son los cantantes-protesta, adalides de las buenas causas, todas ellas muy nobles sin duda y también muy publicitadas. Los Bob Geldorf, Elton John, Sting y otros desinteresados y entrañables personajes. Pero quien se lleva la palma, el rey de todos esos benefactores sin los cuales el mundo aún sería peor de lo que ya es, responde al nombre de Paul David Hewson, más conocido como Bono.
Que los polos norte y sur, de tanto derretirse están a punto de convertirse en uno, allí está él presto y dispuesto para recordárnoslo.
Que en abril ya no hay aguas mil, pues ahí va Bono, el ubicuo e incansable, al rescate.
Que los indios de la tribu de los atahualpa yupanqui se están quedando sin árboles y no tienen ni para flechas, pues festival que te monto en un plis plas.
Que el imperio austro-húngaro no pasa por sus mejores días, me pongo mis mejores pilas y galas y a reverdecer laureles centroeuropeos.
Con sólo mencionar su nombre, especialmente el más cortito, o con ver de lejos sus gafas de sol, durante años nos salían sarpullidos por toda la epidermis. Pues bien, como decíamos, eso ya no es así. Hasta en eso hemos cambiado. Y todo gracias a nuestro ya irreversible proceso de maduración y a la muchanante entrevista que ponemos a vuestra disposición. A los gaiteros no se nos caen los anillos por reconocer nuestros errores por reiterados y longevos que estos sean.
Paul David al desnudo. A sus casi cincuenta años, todavía sigue siendo ese chico que un día dejó su Dublín natal en busca de un sueño. Hablando sin tapujos de lo que supone ser una estrella de la música comprometida con su tiempo y nuestro espacio.
Rock y compromiso. Buenas acciones a cascoporro. Y si no, juzgad vosotros mismos.
Un gran tipo ese Bono oye. Y ya puestos, el otro también.
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